miércoles, 12 de agosto de 2009

Dos mendigos

Los invité por curiosidad, tan diferentes a los mendigos habituales, tan extraños y ajenos al inframundo al que ahora pertenecían. Debían guardar una historia muy particular, cada cual.
Uno, el más alto, delgado, de modales cuidadosos. Pálido, pero no de una palidez cadavérica, rosado de vez en cuando, casi ruborizado.
Otro, el bajo, de unos ojos azules profundos, parecía siempre ensimismado, calculando, se podría decir, midiendo, con cautela.
Los invité a comer, a un local cerca de dónde los solía ver mendigando.
Llegaron puntuales, muy limpios, ignoro de dónde sacaron la vestimenta que ese día mostraban. Casi normales, casi del todo respetables.
Me saludaron con entusiasmo, pero sin exageración. Nos sentamos, miraron la carta concentrados, pidieron cuatro, cinco platos, nada extraño, era indudable que sabían lo que hacían, y si bien llegué a pensar en un momento que ansiosamente intentarían comerse todo, luego me tranquilizó ver cómo el más delgado hacía a un lado un plato, luego de sólo probarlo. Claro, estaba muy mal preparado, un plato muy mediocre la verdad. No se midieron con el vino, y ahí el bajo demostró conocimientos acabados de cada cepa, de cada viña, de cada año.
Cuando ya la cena se acercaba a su final, degustando generosos postres, por fin me atreví a preguntar lo que tanto deseaba saber.
Comenzó el más bajo:
-Era ingeniero, teóricamente lo sigo siendo.
Muy bien, eso explicaba muchas cosas.
-Viví bien, generosamente, mucho tiempo. Me casé, tengo dos hijos.
Todo me parecía natural.
-Todo era perfecto, de cierto modo, aunque había un pequeño detalle.
Eso avivó mi curiosidad.
-Mi especialidad eran las estructuras. En realidad los puentes. No carecía de habilidad ni de conocimientos, sin embargo, cada vez que comenzaba a construir uno, éste indefectiblemente se venía abajo.
Eso sí era inesperado.
-Cualquiera podría pensar que un ingeniero cuyos puentes tienen un historial perfecto de derrumbes jamás vovlería a ejercer, pero, y esto es lo fantástico, jamás conocí la cesantía. Me llamaban de todas partes, dentro y fuera del país. Al principio pensé que la reputación de mi familia, o sus contactos me habría las puertas a nuevas oportunidades, que se me daba la chance de enmendar mis errores. Con el tiempo me dí cuenta de que no era así, que se me contrataba específicamente por mi capacidad, o por mi incapacidad de construir puentes. Quizás eso buscaban, o era parte ingenuamente de complots, o conspiraciones para que nunca la edificación llegase a término. No parecía probable. Incluso llegué a pensar o imaginar que no era mi culpa, en el fondo, pues mientras más me llamaban más me esmeraba yo en dejar en claro de antemano mis antecedentes como fracasado constructor de puentes.
Pensé que quizás, por eso, ahora era mendigo.
Se quedo pensativo unos instantes. El delgado le preguntó algo acerca de su preocupación, algo respecto a una estructura de material ligero, en un terreno abandonado, que habían levantado en la semana y que daría acogida a numerosos sin casa, según lo que pude entender.
-¿Te preocupa que tu trabajo se venga abajo?
-No-me respondió-. En lo absoluto. Sé muy bien que la estructura está perfecta. Y eso es lo malo. Verás, un día me encargaron la construcción de un puente importante, sobre un lago, que conectaría dos centros urbanos de envergadura. Como siempre, advertí a mis empleadores que lo más probable es que se derrumbara, no porque hiciera mal los cálculos, o por decisión mía, simplemente se derrumbaba todo lo que yo construía por motivos del todo fortuitos. No, no había intención, pero nunca imaginé lo que ocurrió después.
-¿Qué ocurrió?
Pensé que había sido una tragedia.
-Nada, no ocurrió absolutamente nada, el puente se construyó completamente y ahí está todavía, perfectamente firme, perfectamente construido.
Mi incredulidad se hacía sentir en mi rostro.
-Y eso fue mi perdición. Esperé meses, años, que los cimientos cedieran, que el viento hiciese su labor, o quizás un sismo medianamente agresivo, pero nada. Pasé innumerables tardes contemplando la única de mis obras que no se ha caído. Desde entonces todo lo que construyo jamás se cae. No pude más un día y, lleno de vergüenza, caí en el alcoholismo, y de ahí en adelante la historia es muy similar a cualquier otra.
Se produjo un silencio extraño en la mesa. Esperé que el otro mendigo contara su historia. Cuando ya era evidente que demoraba a propósito ese momento, se levantó disculpándose. En su ausencia me comentó el bajo:
-No lo dirá, siente vergüenza.
-¿Qué fue lo que le pasó?- pregunté son imprudencia.
-Se enamoró de la mujer de su hermano.
¿Era eso tan grave? me pregunté. El mendigo pareció adivinar mis pensamientos.
-Bueno, fueron amantes.
Se ponía interesante.
-Y la verdad es que ella le pidió que dejara todo, absolutamente todo atrás, su matrimonio, su familia, todo, que ella haría otro tanto y huirían juntos.
-Ella se negó.
-No solo eso.
El mendigo bebió de su café. una pausa. Sus ojos azules me miraron fijamente.
-El hermano lo sabía todo, desde el principio.
Solté un bufido.
Cuando volvió el delgado se le veía fresco, tranquilo, seguro de sí mismo. Como no hicimos mención alguna a su situación, me imagino que supuso que el otro me había contado en su ausencia.
Cuando ya la velada llegaba a su fin, y luego de haber conversado de diferentes temas, política, deportes, de la vida, los dejé invitados para otra ocasión. Me parecieron amenos, divertidos casi, inteligentes, cultos.
Esa segunda ocasión jamás llegó. Supe por terceros que el delgado en realidad seguía amando a la mujer que lo había traicionado, y que, sin que se supiera cómo, se había suicidado en el puente que maldecía constantemente el bajo.
A él lo volví a ver años más tarde, en el mismo local, esta vez igual de bien vestido, pero acompañado con personas que me parecieron a simple vista, distinguidas, elegantes. Cuando ya no aguanté más la curiosidad me acerqué a él. Me miró extrañado, confundido casi. No me recordaba. Le mencioné la cena, a su compañero, tampoco lo recordaba, y pareció ofenderse sinceramente cuando traté de recordarle su anterior condición de mendigo. Le pedí disculpas y me alejé, contrariado.
Después entendí todo.
Unos días luego de nuestra cena, la estructura que habían construido para los mendigos se había venido abajo, muriendo en el accidente tres de ellos. Una semana después el puente sobre el lago había cedido sin explicación alguna.
Me lo imaginé esos siete días, sentado, a orillas del lago, esperando pacientemente.

No hay comentarios: