viernes, 25 de septiembre de 2009

A contraluz

Si cierro los ojos sigues ahí, aunque no pueda sentirte más. Allí dónde hay luz que enceguece ojos parpadeantes, ahí también siempre hay ruidos, y decenas de escombros que se van arruinando por tu impertinencia.
Si apago la luz ya no estarás, deambulando como siempre estás, entre las cenizas y el fango, entre el fuego y el papel, y la madera vieja que crepita incesantemente.
Porque soy la única hoguera que te regala casi sin pensar, un poco de tibieza, cuando duermo, y cuando duermes.
El tiempo se acorta, y la distancia se hace más lenta cada segundo que respiro, y que replicas en una burla siniestra.
Pronto no quedará más que decir, ni nada que regalar, ni nada que mendigar, nada que odiar, nada que ocultar, ni siquiera el vacío, ni el tedio ni la rutina espantosa del suicidio.
Todo se irá borrando hasta que quede solo un nombre, hasta que por fin me abraces y me digas casi rogando, que deje de andar, que deje de huir, hasta que me implores en un sollozo que te bese en silencio exhalando ambos, al mismo tiempo, entre un hálito de tabaco y alcohol, la última maldición contra el mundo.
Y ahí fundida en mi carne, ninguna luz osará separarte de mí jamás. Bajo tierra no hay sombras.

martes, 22 de septiembre de 2009

Interludio

Cubriendo distancias imposibles, esperando una respuesta sin preguntas, evadiendo los puñales indecibles del destino, mártires de la rutina ruinosa de los mortales, ellos, los semidioses, van forjando una epopeya indeseada, un anecdotico pasar quejumbroso de dias y de noches embusteras, elevando sus débiles e inútiles plegarias hacia dioses estériles de oro, bronce y piedra. Ahí van en triste procesión, ignorando lo que a mí, llano ejemplar de llano y simple pueblo, me parece la más grande de las estupideces. Y está bien, que consuman en su desatino, la gracia eterna que la muerte les ha concedido. Pero no soporto, ni quiero soportar, que de entre todos ellos no haya quien se pregunte, seriamente, que con un simple paso al costado, se acaba la tragedia.
¿Realmente quiero creer eso? Porque aquí abajo, entre los mortales, no hay nada más digno que seguir los pasos de los inmortales, y tratar, por un segundo que sea, de que compartan, ellos, vanos, un segundo de gloria.
No escatimes esfuerzos, he ahi el dilema, En eso se te escapará la vida.
Tratando de convertirte en uno de ellos.
¿Debería seguirte?

lunes, 21 de septiembre de 2009

Apoptosis

Por una sola ventana, lor tenues tentáculos de la muerte se deslizan por el aire, vibrando, estimulando los desiertos claros a tu alrededor, golpeando rítmicamente las sienes, abriendo pequeñas grietas en el cráneo, que con la fuerza febril de su líquido interior, se van convirtiendo en oscuros túneles, y ahí, en el fondo, veo la luz.
Luz grisácea, luz violeta, luz rojiza, parpadeando estupefacta mientras corro desquiciadamente hacia la diosa, que con los brazos abiertos espera guardar en silencio los tesoros de tanta agonía, a la luz del amanecer, pequeños objetos insignificantes que se cubren de gloria en medio de las cenizas.
Un grito acallado de hastío es la máscara perfecta de la debilidad de un pecado repetido hasta el cansancio, y Cada ventana, excepto una, se han ido cerrando, esperando pacientemente el día en que toda la farsa se deshaga en un suspiro, en una mirada anhelante, o en una sonrisa después del llanto, en un leve contacto con la piel de quienes ya te esperan a la salida del túnel, o cuando ese sonido hiriente, permanente, agudo como un rechazo, sea tan intenso que no lo puedas acallar.
Ese día quizás comprendas que nada tenía sentido.
Y esa noche te lo volveré a recordar.

15

Quince días han pasado que no he dicho nada.
Quince milagros, quince culpas, quince llantos.
me he detenido a esperar un ruido.
Cada noche desperdiciada me recuerda que aún respiro, y que debo quince amaneceres despierto. no distingo entre horas de luz ni de muerte, ni espacios vacíos, ni nombres mal prounciados, comidas putrefactas ni líquidos malolientes.
No había remedio, no hay cura.
Enfermo quince días.
Que parecen mil años.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Feligreses

Eran un culto extraño.
Alguien los mencionó como una leyenda urbana, una secta de costumbres inquietantes, incluso escuche que alguien conocía a alguien que conocía a su vez a alguien que era parte del misterioso culto.
Escenas lascivas, excesos, eso dibujó mi mente al oír cada relato, y mi febril curiosidad se exhalto prefigurándome envuelto en tan encantadoras historias.
Por muchos años busqué, y nada. No existía tal secta, no había un grupo de personas a la cual pertenecer, porque eso era lo que buscaba, según recuerdo, pertenecer, y no a alguien como el común de las personas hace, sino a muchos, o a varios, quizás a dos, pero no a uno.
La búsqueda infructuosa me dio temple, debo admitirlo, y envejecí sabiamente, aceptar mi solitaria eistencia, mis solitarios afanes, mis pecados secretos, eso fue suficiente.
Pero una noche inesperadameneta apareció ella, la suma sacerdotisa de aquel culto que, se suponía, no debía existir.
Como un halo de culpa me llegó su perfume, supe inmediatamente quien era, sin cruzar palabra alguna. Juré en silencio una fidelidad más allá de la muerte, sin dudarlo un segundo.
Esperé pacientemente, aunque por momentos sentí que moriría de ansiedad, y el cuerpo no compartía la repentina adolescencia de mi espíritu. Pero soporté.
Ahora no sé que sentir después de visitar el templo.
Había mucha gente, es cierto, pero eso no me desanimó. Todos parecían tan enfervorizados como yo, lo que tampoco me desanimó.
Sin embargo, todos los rituales, todo aquello que yo ansiaba desde mi niñez no era tal. Es cierto, el culto era extraño, pero no de la rareza que yo poseo, tiene su propia y elegante forma de marginalidad, pero no la mía.
Asistí a curiosos actos de expiación que nunca imaginé. Un tipo agobiado por su soberbia confesaba sus errores frente a un grupo de gente. Una anciana recitaba versos malditos tratando de curarse de su persistente inutilidad. Otras personas, un grupo de cinco o seis se miraban uno al otro mencionandose los defectos de sus rostros, mientras lloraban amargamente. Pecado de vanidad, me imagino. Habían dos hombres armados con los ojos cerrados, apuntandose con sus armas mutuamente, eso no lo comprendí.
Cuando lo consideraba pertinente, según mi parecer, ella me relataba cada escena, y yo suspiraba, medio molesto, medio frustrado. Pero aún así seguía fiel, pues no hay entrega más pura que la que no tiene sentido alguno, y mientras perdía la razón de mi amor hacia aquella diosa que por suerte sí existía, más fuerte se volvía.
Pero todo cambió hasta que llegué al altar, ahí había un reducido grupo de personas, unas cuatro o cinco, siendo torturadas sin misericordia por decenas de verdugos enamascarados. Fuego, afilada hojas, innombrables artefactos, ojos vendados, sangre por todos los orificios. Nada me afectó hasta que pregunté cual era el pecado tan grande que ellos debían expiar.
Son inocentes, me dijo ella.
Son santos, dije casi sin pensar.
Pecadores, me respondió, no hay peor pecado que la inocencia.
Ya no sé que creer.

Lástima

Zumbido eterno y luz hipnótica.
El último de los sentidos comunes, la vergüenza, se niega a abandonarme.
No sé como poseo aún un poco de pudor, después de que otras manos me asearan, que otros rostros contemplaran mis carnes que ya comienzan a atrofiarse. Defecando mi miseria en un recipiente blanco, con indiferencia no se puede ocultar el asco, y ahi está, permanentemente, mezclado con un poco de ironía, envuelto en lástima, defecando mi vergüenza, ni siquiera es mi mano la que evita que mis heces se vuelquen sobre las sábanas, que comienzan a oler, a ese punzante hedor de inmovilidad. En realidad no puedo sentirlo.
Aquí, confinado en mi cuerpo, sólo se puede pensar, ya ni siquiera sentir. Qué emoción, qué sentimiento puede albergar un saco vacío, inerte, de huesos, como el mío. Mi cabeza es ahora una celda sin puertas, dónde ni siquiera yo puedo entrar.
Cuando intenté arrepentirme ya era demasiado tarde, si tan solo una pizca de debilidad en mi obsesiva planificación hubiese salido mal, si tan sólo un ápice de duda hubiese dejado el espacio suficiente. Lo peor es que no recuerdo porqué, no consigo recordar qué sentía, qué pensaba, porqué la decisión era tan natural, tan evidente sólo quedan rastros de esa evidencia.
Soga al cuello, suficiente altura, manos atadas, un pequeño brinco, o quizás sólo me dejé caer, y el dolor partiendome el alma en dos. Me arrepentí del dolor, del sufrimiento, había salida, lo sé, había opción.
Desperté ya inerte, al parecer mis ojos se habían abierto antes. No oigo, no hablo, veo muy poco, no puedo oler nada. Ni sentir.
Tres minutos. Tres minutos y treinta y dos segundos después, un poco antes de lo previsto, alguien me vio, alguien me descubrió.
No quería morir, recuerdo vagamente el miedo, el pánico de dejar de existir. No quería morir, sólo dejar de vivir, dejar de existir.
Y ya no existo, inmóvil desde hace siglos, me pudro como un cadáver, pero sigo aquí, eternamente despierto, oyendo nada, excepto un zumbido eterno.
No me mires con lástima, con verdadera lástima, no necesito que me des la libertad que crees que me darás apagando el artificio que me mantiene muriendo. si pudiese hablar, te lo diría. Y te pediría que por favor, nunca apagues la luz.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Con fe

Quítate de en medio, quítate de en medio, un susurro maldito ahi constante en las tres orejas.
El mango de un puñal asomándose en mi espalda, ahi está, ¿serías tan amable de empujar un poco más?
Tiene usted razón, era muy sencillo:
1. Poner el elemento en posición vertical, cuidando de que éste quede firmemente asentado y que no peligre una desviación con la siguiente presión del cuerpo.
2. Escoger un lugar con la altura suficiente para que le proporcione un momentum adecuado a mi humanidad.
3. Encomendarse a la santidad de su propia elección, y saltar dando un alarido de alegría y optimismo.
4. Coseche.
Pero era mucha altura, supongo, y me demoré practicamente mes y medio en caer. Tiempo suficiente para arrepentirse de haber saltado. Mala señal, preferí arrepentirme de mis pecados, uno nunca sabe.
Quítate de en medio, quítate de en medio, ¿lo dije yo?
Estorbabas, el golpe no fue suficiente. Todavías se asoma el puñal. ¿Serías tan amable de empujar un poco más?

Eufemismos

Por un crímen que no cometí, pero quise cometer, claro, la intención es lo que vale, por eso me encerraron. El mejor abogado que la indigencia podía pagar, alegó demencia, infeliz.
Y aquí entre digna compañía se me ocurre que quiero confesarme, pero lo más parecido a un cura, es un esquizofrénico que comulga con círculos de papel untados con su saliva, y vamos, son excusas nada más, no necesito demostrar que el asco que la situación me da es prueba suficiente de mi lucidez. Mantendré mis pecados lejos de sus fluidos.
Una anciana me interrumpe cuando intento justificarme, celebrando todos los días su cumpleaños. Actualmente tiene 1678 años cumplidos y dice ser, con orgullo, la persona más longeva de la Tierra. Le creo, un millón de arrugas son prueba suficiente.
Estoy harto de mis vecinos, de mis colegas, aquí, sólo, y sólo porque el resto está efectivamente demente, no hay nada que hacer excepto soportar estoicamente sus desvaríos.
Uno que se da brutalmente cabezasos contra la pared, ahondando su propia estupidez. Insólito. Le pedi que se detuviera y me agarro la cabeza con ambas manos, gritándome furioso: ¡Ignórame! De remate, un beso en mi frente con la suya propia. Quizás por eso me siento cada día mas imbécil.
Cruel compañía, tarde o temprano me confundirán con ellos.
Y ahí va otro, que sodomiza noche a noche a un loco diferente. Que no se atreva. Quizás esa locura enfermiza se transmita con el sexo.
Y por acá esta mujer que me implora que le ayude a huir, presa de los celos (qué afán ese de encubrir sus temores, esta curiosa gente), y allá afuera consagrar su impotencia con un ritual de muerte. Aquí está el cuchillo, hermana, adelante, o mejor aún, líbrame antes también a mí de este plato amargo que debo ingerir día a día. Qué poco elegante, es la respuesta.
Y pensar que antes fumaba despreocupado, acá por un cigarillo podría conseguir hasta un fellatio. Imagine eso, ¡por un cigarrillo!
Al final, lo que tenía que decir lo voy olvidando, poco a poco. Cuando salga de este infirno ya no seré libre.

Saqueadores de tumbas

A hurtadillas en medio de la noche, deslizandose cual serpientes, los saqueadores de tumbas recorren los recovecos de la pudedumbre para hurtar gozosos el botín de la guadaña.
Y es que son discretos.
Discretos como un suicidio.
Me decían que están malditos, felices ellos que lo ignoran.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Comunión

Fuera de las murallas del templo, los perros.
Peleándose a muerte los restos de un festín reciente. Huesos malolientes, un pedazo de pan, tres gotas de vino. Sangre de tu cristo.

Temprano

Me das una piedra para que coma.
Sabe a tu piel.
Me das una lágrima para que beba.
Sabe a hiel.
Me das una risa para que calle.
Y un vacío para observar.
Tiempo para desperdiciar esperándote, quizás no vuelvas.

Paréntesis

Un estruendo que nos distraiga del ruido interior.
Un paseo entre los durmientes, rescatando la piel del frío de los pasillos silenciosos. Moribundo de hambre y de sed, esperando que la sombría ocasión enriquezca tu partida.
Un choque nocturno de copas mal alzadas, vino empantanado lubricando la ansiedad. Y como un faro siniestro, la certeza de que todo sigue siendo igual, y que hay un puerto en donde descansar, muelle de rutinas y vacías inseguridades, después de bailar y nadar en círculos alredededor del mismo foco de ridiculez, y de espantosa conciencia, un mareo nos confunde y nos recuerda la fragilidad de esa espera renuente. Un día una sombra ocultará el sol, y alguien se alimentará de nosotros.
Fiera hambrienta y solitaria al asecho.
Veo tus ojos brillar en la oscuridad.
Un parpadeo sutil.
Y corro sintiendo que ya me alcanzas.