viernes, 25 de septiembre de 2009

A contraluz

Si cierro los ojos sigues ahí, aunque no pueda sentirte más. Allí dónde hay luz que enceguece ojos parpadeantes, ahí también siempre hay ruidos, y decenas de escombros que se van arruinando por tu impertinencia.
Si apago la luz ya no estarás, deambulando como siempre estás, entre las cenizas y el fango, entre el fuego y el papel, y la madera vieja que crepita incesantemente.
Porque soy la única hoguera que te regala casi sin pensar, un poco de tibieza, cuando duermo, y cuando duermes.
El tiempo se acorta, y la distancia se hace más lenta cada segundo que respiro, y que replicas en una burla siniestra.
Pronto no quedará más que decir, ni nada que regalar, ni nada que mendigar, nada que odiar, nada que ocultar, ni siquiera el vacío, ni el tedio ni la rutina espantosa del suicidio.
Todo se irá borrando hasta que quede solo un nombre, hasta que por fin me abraces y me digas casi rogando, que deje de andar, que deje de huir, hasta que me implores en un sollozo que te bese en silencio exhalando ambos, al mismo tiempo, entre un hálito de tabaco y alcohol, la última maldición contra el mundo.
Y ahí fundida en mi carne, ninguna luz osará separarte de mí jamás. Bajo tierra no hay sombras.

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