sábado, 29 de agosto de 2009

Cita

Seis a.m.
Me fumo el último cigarrillo.
No sé cómo, pero me di cuenta, hoy, quizás en el curso de la tarde.
Las miradas me traspasaban como si mi cuerpo fuese de niebla, y las manos intentaban darme consuelo.
Nadie más lo sabe. El humo se confunde con mi piel.
Estuvo bien, no me arrepiento. Pero no recuerdo cuantos años han pasado.
No estoy tan viejo, menos acabado.
Quedarán los vestigios de un consuelo inhumano: el olvido.
Y cenizas.
El último cigarrillo sabe bien.
Seis a.m.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Dìptico

I.
1. Te perdono que me hayas engañado haciendome creer que me traías a tu casa para algo diferente.
Porque en realidad no me engañaste sino que me engañe a mí mismo.
2. Te perdono que me dejes con mis infinitas ganas de hacerte el amor.
Porque son mías, y no tuyas, además probablemente no sea de tu agrado.
3. Te perdono que no confies en mi.
De hecho, yo tampoco lo haría.
4. Te perdono el terror de tu rostro frente a mi voz diciéndote que te amo.
No era el momento adecuado. Nunca es el momento adecuado.
5. Te perdono que mi conciencia me haya abandonado.
Era una promesa, debía cumplirla.
6. Te perdono que al despertar no hayas sabido explicarme porqué estaba atado de pies y manos.
Quizás la culpa sea mía por no saber entender.
7. Te perdono que me hayas amordazado.
A veces no se guardar silencio.
8. Te perdono que me hayas golpeado.
Es más, lo disfruté.
9. Te perdono el dolor infinito de tu tortura con fuego, hielo y acero.
El dolor nos hace sabios.
10. Te perdono los días sin beber ni comer.
Mi temple ahora te lo debo a ti.
11. Te perdono que me hayas matado al final.
Diría que incluso, te lo agradezco.
12. Pero no te perdono, ni te perdonaré jamás que me hayas visto llorar.
Eso sí es de mal gusto.



II.
1. Te perdono que creyeras que venías a mi casa a algo diferente.
Porque en realidad no lo creías.
2. Te perdono que quieras hacerme el amor.
Porque eso jamás ocurrirá y eso es castigo suficiente.
3. Te perdono el no poder confiar en ti.
Porque yo tampoco soy capaz de ganar tu confianza.
4. Te perdono que me hayas dicho que me amas.
Me asusté, pero en el fondo ya lo sabía, y además probablemente no sea verdad.
5. Te perdono que me hayas obligado a narcotizarte.
Porque no es tu culpa que el alcohol no sea suficiente.
6. Te perdono que no sepas entender porqué te hago esto.
Es culpa mía, no sé expresarme.
7. Te perdono tantas preguntas, tantas respuestas.
Es natural, siempre quieres saber.
8. Te perdono que hayas disfrutado mi golpiza.
Si fuese al revés, también lo disfrutaría.
9. Te perdono los gritos ahogados mientras te torturé.
Por lo menos no te desmayaste.
10. Te perdono que no hayas deseado comer ni beber.
Quizas no tenías ni hambre ni sed.
11. Te perdono que hayas muerto antes de sentirme satisfecha.
Diría que incluso, te lo agradezco.
12. Pero no te perdono ni te perdonaré jamás que hayas llorado frente a mí.
Eso sí es de mal gusto.

Baile

Todos cubiertos con diferentes máscaras, de colores y formas alegres. Detrás de cada una adivino rostros hermosos, pieles inmaculadas. apenas un leve guiño, suficientemente locuaz para que me acerque y te invite una copa. No entiendo lo que dices, sin embargo tu voz me evoca lugares distantes, fechas antiguas, un aire ligero a ingenuidad. El murmullo a mi alrededor me invita a bailar y mi mano por fin se posa en tu cintura y te guío en medio de miradas festivas, risas celebran cada uno de nuestros movimientos, y se nos unen parejas más elocuentes, que se acercan y se retiran de nuestro perfecto y ritmico ir y venir, juegando con nuestra proximidad. Y presiono levemente tu cuerpo contra el mío y tu aliento se cuela detrás de esa rigidez que me parece imposible de mirar directamente, como si la belleza de ese artilugio hiriera mis ojos, detrás del mío.
Tu perfume me rechaza violentamente y retrocedo tambaléandome. Ya no estás, te busco y ya no estás, ahora todas las máscaras me son desconocidas, como si de pronto fuese víctima de una broma cruel.
Todos me rodean, ya no hay música. No entiendo esta lengua, pero el sonido sigue siendo dulce. Me pregunto cual eres tú. Me rodean las máscaras, murmurantes. De entre los vestidos todos sacan un cuchillo. No tengo miedo mientras se estrecha el círculo, pero se agita mi voz y mis ojos se preparan para llorar.
Y retiro la máscara de mi rostro.

Frente al mar

La última vez que fui a la playa me sucedió algo extraño.
Era invierno, pero no hacía frío. El mar se arrojaba sobre las arenas como siempre, infatigable. La marea menos silenciosa de los cielos me advertía que el día era especial, pero no le di importancia.
En la playa había un niño, cubierto de ropas blancas, un niño delgado y de rostro serio, estaba sentado de piernas cruzadas mirando el horizonte. Parecía demasiado solitario. Me senté a su lado, pero no pareció percatarse de mi presencia.
Miramos juntos el horizonte, yo suspiraba conmovido, el niño ni siquiera pestañeaba.
Se puso de pie y caminó hacia el mar. Pronto el agua le cubria los pies. Se detuvo, sacó un pie fuera del agua y dió un paso. El mar le sosutvo el pie, como si fuese realmente sólido. Sacó el otro y repitió el movimiento. Pude ver como se elevaba unos centímetros del suelo y cómo al retirarse las aguas, el niño bajaba otra vez y se posaba suavemente sobre las arenas.
Me levanté, y curioso me acerqué tratando de no interrumpir.
El oleaje atacó nuevamente y el niño volvió a hacer lo mismo, pero esta vez trató de dar un segundo paso. No resultó, era incapaz de vencer a la naturaleza dos veces consecutivas. Eso me puso triste.
Al rato lo volvió a intentar, esta vez con un resultado positivo, dos pasos hacia adelante, pero al tercero se hundió. El mar se retiró.
Así me dí cuenta que el niño en realidad sólo podía dar un paso más que la vez anterior, y si trataba de dar otro, se hundía. Quizás con práctica o paciencia pudiese mejorar. Me pregunté también porqué simplemente no esperaba, despues de dar el primer paso, que el mar se retirase, y al volver, repetir, es decir, avanzar solo de un paso por vez. Quizás no era muy inteligente.
Pero no entendía porqué lo intentaba, asi que le pregunté.
Debo llegar, y no tengo mucha paciencia, me dijo. Le pregunté hacía dónde quería llegar. Su mano pequeña me apuntó el horizonte.
No supe qué decirle, su brazo estirado por más tiempo de lo que debería me lleno el alma de vacío.
Me largué y desde ese día que no voy a la playa.

domingo, 23 de agosto de 2009

Sordo

El tiempo pasa cada vez más lento con cada paso que me aleja de tu adiós.
Había una anciana recriminando a un niño, a tu derecha, y a la izquierda, tres árboles besando tu cabello.
Sólo una nube cargada de cenizas trataba inútilmente de ocultar el sol. Dos palomas grises revoloteaban a cinco metros de ti, quizás seis.
Un muchacho mal humorado reñía con su sombra, justo detrás de ti, y garrapateaba improperios en una libreta negra.
La tarde olía a funeral, y la humedad de una tenue llovizna matutina abría el apetito.
La brisa me susurraba una canción olvidada, y mis pestañas se cargaban del polvo que cubría cada superficie regalándole una estética de ancianidad a pre púberes estructuras a medio terminar.
Tres colillas de mi propiedad se sumaban a las veinticuatro que pude contar, en el piso, en el espacio en dónde me decías que ya no más, entre el límite norte de tu culpa y el límite sur de mi incredulidad.
Oia a dos amigas relatarse mutuamente un día domingo, a mis espaldas, y la risa forzada e hipócrita de un bien vestido fabricante de mentiras, tambaléandose malherido por una voz que jamás pude escuchar.
La pálida ridiculez de mi rostro negándose a entender se reflejaba en tus anteojos oscuros, que no podían ocultar, por cierto, su virulento cinismo.
Había más espacio entre mis labios y tu mejilla que el que crece con cada paso que me aleja de tu adiós.

sábado, 22 de agosto de 2009

Virgen

El pánico inducido por el encuentro fortuito con la muda ciega de una serpiente, despierta tu interés.
Verás, es el terror de reconocer en esa evidencia, la mutabilidad de quien sostiene tu miedo.
No hay segundo de súplica, no hay espacio para la misericordia.
Ahí estás, contemplando ansiosa un cadáver falso de quien te asecha. Ojos rasgados por el tiempo inverosimil, lengua bífida auscultando el intante preciso de una mordedura venenoa.
Pecado y culpa, espacio para la duda, espacio infantil para la duda.
No hay fisuras en mi reptar hambriento, sacudido por voces extrañas, mañana, todo sonido pierde sentido. Hoy, murmullo audible para tu oído espectante. Hay vacío en tu ojos suplicantes.
No soy yo, y la espera nauseabunda del instante preciso en que aceptaste un juego pernicioso de huir y no escapar, al final, es la justificación de tanto júbilo contenido. Hay espacio para el silencio también.
Mañana el sonido licensioso de mi movimiento ondulante cosechará más que una frase mascullada hasta el cansancio, y no preguntarás por qué, comprenderás que la naturaleza de mi ser es acechante, y la tuya, de presa.
El encuentro fortuito de una muda ciega, enceguece tu espera.
Mañana mis colmillos ansiosos esperarán el momento exacto para clavar una respuesta precisa a una pregunta inexistente.
Tu pie hundirá mi cráneo hasta el vacío. Y toda venganza estará consumada.
Virgen de los silencios.
Virgen de la vergüenza.

viernes, 21 de agosto de 2009

Sinestesia

-Mira la luz directamente, sin pestañear.
-Duele un poco.
-Sí, pero no es grave, duele sólo al principio.
-Tienes razón, ya no duele.
-¿Ves? Hazme caso, no pestañees.
-No lo hago.
-Bien. Ahora cierra los ojos. Dime que ves.
-Veo una mancha entre azul y violeta.
-Muy bien. Fíjate bien. ¿Qué parece la mancha?
-Parece una mano sosteniendo una copa.
-Muy bien. Ahora ciérralos con más fuerza.
-Duele otra vez.
-No te preocupes, ya pasará. ¿Qué ves ahora?
-Un murciélago con la boca abierta.
-Excelente. Trata de cerrar los ojos con un poco más de fuerza.
-No quiero.
-Está bien, entonces ábrelos.
-No puedo.
-Eso es imposible, simplemente abre los ojos.
-Te digo que no puedo, lo intento, es imposible.
-No te creo, es muy sencillo...
-Ahí está el murciélago, se acerca...
-Abre los ojos.
-Vuela silenciosamente hacia mí, con los ojos abiertos, me mira...
-No, son ciegos.
-Vuela hacia mí con los ojos abiertos... tengo miedo.
-Abre los ojos, concéntrate en mi voz, abre los ojos.
-¡No puedo! ¡Se acerca! Tengo miedo.
-Escúchame, escúchame bien, todo saldrá bien, si no puedes abrir los ojos ciérralos más fuerte...
-¡Duele!
-¡Obedéceme! Es lo único que te queda..
-El murciélago! Está aquí, me muerde los ojos, ¡duele! ¡quítamelo, me hiere!
-Escúchame! Concéntrate. Lentamente se hace más fácil, siente como con el sonido de mi voz se hace más fácil abrir los ojos, concéntrate en mi voz. Abrirás los ojos cuando cuente hasta tres...
-¡Duele!
-..uno...
-¡Me hiere!
-...dos...
-¡Quítamelo de encima!
-...tres.

Deudo

Sonrío recordando una fotografía.
Mientras otros ojos me miran, más acá, otras sonrisas me invitan a olvidar, pero no olvido.
No puedo olvidar la sonrisa de la fotografía, que me persigue como un espectro quejumbroso.
El cielo se mueve, el piso se mueve, los cajones se abren solos, o son mis ojos que no se detienen.
Bebo un vino dulce en la boca, salado en la garganta, y suspiro como un deudo malagredecido, y mis dedos inquietos buscan sosiego, quizás un poco más allá, donde duerme tu último adiós.
No, solo busco entre mis ropas, esparcidas en la vastedad de mi habitación, esa imagen delatora, y ahí estás, sonriendo otra vez.
Mi piel me ahoga, ahora que comprendo que si se impregna del olor de otras tintas, de otros colores, el hedor me penará más que este fantasma hambriento. Y quiero huir, poner mi piel a salvo en el maternal abrazo de los aires fríos de esta cálida noche, pero no puedo escapar de mi propia habitación, no esta vez.
Como un estúpido medium principiante guardaré mi temor bajo llave, y rumiaré el conjuro que te quite de aquí. Sólo entonces encontraré la paz, otra vez.

martes, 18 de agosto de 2009

Celdas

-Si no quieres decir nada, está bien.
-Padre, no entederá.
El anciano sacerdote estaba de pie, el reo sentado. El silencio lo interrumpió el zumbido de un insecto intruso. Voló en círculos, acercando y alejando su sonido, los ecos de su aleteo se sitieron unos segundos más, luego silencio.
-Tenía que olvidarlos-dijo de pronto el reo, sin mirar al sacerdote-. Sé que no entiende, sé que no va a entender, pero tenía que asesinarlos, a todos, no podía olvidarlos.
Un carraspeo.
-Tienes razón, hijo, No entiendo, pero no necesito entender.
-Lo sé. Lo que espera es arrepentimiento, pero eso no es posible, no hay una gota de culpa en mi ser. No entiende usted lo que significa no poder olvidar, recordar constantemente, y no digo de vez en cuando, o todos los días, digo cada segundo, a todos, sus rostros, sus gestos, su voz, sus palabras, sus penas, sus miedos, su alegría, su llanto.
-¿Recuerdas a tus víctimas?
-No, Padre. Las maté. Ya no las recuerdo. Una vez que las asesinaba ya no volvía a pensar en ellas.
-¿Entonces no recuerdas nada de lo que has hecho?
-No. Nada. Es decir, sé lo que hice, recuerdo las ideas, la forma, como planificaba cada asesinato, como esperaba pacientemente el momento justo. ¿Sabe algo? Una vez que me decidía sentía una ligera paz, calma en mi ser, pero se esfumaba una vez que ya estaba todo consumado. Eso era mejor, no tener nada en la cabeza.
-¿No sientes culpa por eso?
-Un poco quizás, el tiempo que demoraba entre que decidía y el acto en sí. O quizás mientras sufrían, ahi sentí algo de culpa, lo recuerdo.
-¿Sabes a cuántas personas mataste?
-No, no lo sé. Dicen que cientos, pero no lo sé, no lo recuerdo.
-¿Sentiste alguna vez algo por esas personas?
-Sí, Padre, las amaba profundamente. Y por eso no podía quitármelas de la cabeza. Tenían que morir.
-¿Y si las amabas, no sientes arrepentimiento por el dolor que has causado?
El reo miró por primera vez al sacerdote.
-¿Me perdona?-dijo con apenas un hilo de voz.
-Sí, hijo, pero en realidad es a nuestro Dios que debes pedirle perdón. Él te perdonará. Él ya lo ha hecho.
-Usted no entiende nada. De hecho, todo lo que me dice me hace muy bien, me hace sentir mejor.
El sacerdote se puso de cuclillas, con el rostro justo al frente del reo. Sin pestañear una sola vez, mirándolo directo a los ojos.
-Muchacho, no sé si entiendes, pero vas a ser fusilado. Vas a morir. Hoy. Sólo queda el arrepentimiento, y el perdón.
Una lágrima rodó por la mejilla del reo, sonrió apenas. Suspiró.
-Hermosas palabras. Por dos motivos.
-¿Cuáles motivos, hijo?
-Primero, porque si hay algo que recuerdo bien es la violación. Sí, Padre, eso lo recuerdo muy bien, demasiado bien, porque me recuerdo a mí mismo, tomándolas, a ellas, tan débiles, tan indefensas, su terror, su pánico, mi rostro en esa mueca horrible reflejado en sus ojos bien abiertos, muy abiertos, mi jadeo, el sudor de mi piel mezcándose con el suyo, mis babas chorreando su rostro, las obsenidades que les decía al oído...
Llanto, sincero llanto.
-...el placer, Padre, el placer maldito de verme a mí mismo ahí, lo recuerdo todo, absolutamente todo, porque soy yo, porque a mí es lo que veo, no puedo olvidarlo. Debo morir, voy a morir, y todo se acabará, por fin.
Se tapó el rostro con las manos, su sollozo inundaba todo el espacio de la sucia habitación, de la sucia, maloliente y tenuemente iluminada habitación.
El anciano hizo el ademán de abrazar su cabeza, pero el joven la levantó de pronto, lo que interrumpió su acción. Estaba serio.
-Lo segundo es que me has perdonado. Probablemente nadie más, jamás, me perdone. Tú lo has hecho.
El viejo no dijo nada.
-No te podré olvidar-continuó-. Y sabes lo que eso significa.
Los ojos del joven reflejaron una luz de origen distante, desconocido, inubicable. El viejo tragó saliva haciendo un ruido gigantezco, que pareció al instante siguiente apenas un ligero murmullo ante la estrepitosa llegada de los soldados.
El reo de un salto se puso de pie. Hubo forecejeo, groserías, un par de golpes antes de que se lo llevaran a la rastra. Volvió el rostro ensangrentado hacia el sacerdote, que en un rincón de la habitación, apartado, simplemente observaba.
-Padre, perdóneme otra vez- gritó el joven-. Usted me entiende.
Lo sacaron de la habitación hacia un largo pasillo casi a oscuras.
El sacerdote se quedó en la celda unos segundos sin atreverse a dar un paso. Luego de un minuto lo intentó, pero se detuvo con el pie en el aire cundo oyó el eco de una frase feroz.
-¡Mátela, Padre! Mate a la maldita mosca, no me la puedo sacar de la cabeza.
Luego otra vez silencio.
Se arrodilló apenas, tembloroso. Rezó. Minutos, horas, días quizás. Sintió que dormía.
Los disparos lo despertaron. Sonido seco que retumbó en sus oídos, dejándole luego un zumbido, que se acercaba y se aleja caprichosamente, como si un insecto intruso se hubiese metido dentro de su cabeza.

Caminaba tristemente

Te recuerdo, después de tanto tiempo.
Caminaba tristemente. Decías que yo a veces caminaba a así, tristemente, lo decías y nunca entendía. Ahora entiendo. Caminar tristemente. Me decías tantas cosas que nunca entendí, y que ya no podré entender.
Recuerdo ese día que te conocí, cuando sentí tu aroma mezclado con alcohol, no te había visto todavía. Luego te ví, tan extraño, con esa mirada esquiva pero que me traspasaba. Estabas ebrio, te recuerdo casi siempre ebrio. Te conocí tan poco. O quizás te conocí demasiado, porque decías que ebrio eras más real. No lo sé.
Te comencé a recordar por ese aroma, el de tu perfume, nunca te pregunté cual usabas, y tampoco lo volví a sentir, pero supongo que en tu piel terminaba siendo distinto. En cada piel debe ser distinto, quizás por eso nunca lo volví a sentir.
Debí decirte tantas cosas, eso pensaba, incluso estaba por decidirme a llamarte y pedirte que me vieras, que me volvieses a decir que me amabas, como la primera vez, cuando nada te dije, porque no había nada que decir. Lo necesito ahora, que me ames, como solo tú podías hacerlo. Quizás la diferencia es cómo lo decías, quizás tampoco me amabas.
Estaba por decidirme, la brisa que me trajo tu olor era tan hermosa que te amé un segundo, un instante, te lo iba a decir, de verdad.
Luego vino el golpe, el chirrido, el metal doblándose, mi carne desparramándose, el dolor intenso, el instante en que entendí que no había visto la luz roja, y tampoco al furioso automóvil que arrastró mi cuerpo una distancia infinita.
Ahora el adormecimiento, y otra vez tu olor.
A un metro de mí veo una mano antes de que mis ojos se cierren definitivamente, pero es sólo una mano, el resto del cuerpo no sé dónde está. La mano huele a ti. Cómo quisiera que fueras tú.

domingo, 16 de agosto de 2009

Propóleo

Entre el ruido infernal, perpetuo, inquieta.
Un leve zumbido de advertencia.
Pánico y terror, tu camada esclava deja sus víceras aún palpitando, hiriendo, infectando, cadáveres, miles de cadáveres intentando vanamente aferrarse colectivamente a su mísera sobrevivencia.
Tiránica, me temes.
Recolecto lo que me pertenece. La resina antiséptica que me liberará, y a los míos, de los mismos terrores. Pero habrá una mano pálida que cosechará sobre mi cabeza, su propia dosis de propóleo.
Entre la miel y la cera.

sábado, 15 de agosto de 2009

Bofetada

El tema surgió de la nada, o más bien no lo recuerdo. Sí recuerdo que me lo pediste.
En resumen, estudié francés infinitas horas hasta sentirme lo suficientemente seguro.
Escogiste un poema de Baudelaire.
Comencé:
-Avons-nous donc commis une action étrange?
Tu voz surgió subterránea, anunciándose un instante antes como un sismo, tres silabas contundentes:
-¡Cállate!

viernes, 14 de agosto de 2009

Ir por lana

Un beso en el rostro luego del orgasmo.
No tenias que ser tan sarcástica: ¿Esperabas más?
El cigarrillo me supo a bilis.

jueves, 13 de agosto de 2009

Desierto

Estoy de pie, en las alturas, observando el desierto.
Es de noche, pero inusualmente no hace frío, quizás un poco.
La vastedad del vacío me muestra sus curvaturas a lo lejos, y la Cruz del Sur me indica hacia donde debería guiar mis pasos. Hay un sendero, quebradizo, empinado, que me llevaría cada vez más hondo en las negruras espesas de la noche. Un paso a la vez, un tímido y cobarde paso a la vez, un palmo mas adelante, con los ojos cerrados, pero se cuela entre mis párpados la luz de las estrellas, infinitas en el pequeño desierto cósmico. Mi rostro apunta hacia ellas, mis pies, dando pequeños pasos.
Cada pisada deja una huella, levanta polvo que vuela hacia mi olfato. Aridez sempiterna e inacabable. Tierra herida con surcos como zarpazos de calor.
Los ecos terribles del desierto me llaman desde lejos, premonición y un grito perentorio de advertencia: no salgas del sendero.
Abro los ojos, y el vacío aún mayor de las estelas de estrellas fugaces hiere mi ojo. Un paso a la vez, tímido, fuera del sendero.
Y como un castigo profundo, un relámpago parte el cielo en dos, y la tierra a mi derecha se levanta como sacudida por un fuerte golpe, desenfocando cada particula de arena un par de milimetro mas cerca mío, y toda la tierra a mi izquierda se recoge temerosa. Y como un castigo mayor, un trueno deshace la última resistencia de mis tímpanos, y sangran, sangran con sincera sangre, de sinceras heridas, y cada gota forma un lodo rojizo, violáceo.
Otro paso más, y una diminuta nube aparece a lo lejos, heroica como la silente espera de los caídos, y otro paso más, y otra nube, y otro paso más y otra nube, y ya corro agitado por las llanuras polvorientas, despertando a sus imperturbables durmientes, y corro hacia las ruinas de civilizaciones congeladas en un segundo de supremo dolor, ruinas cubiertas por sequías milenarias, que grano a grano cubrieron los restos de antiguas tribulaciones, de antiguas guerras, de antiguas derrotas.
Y corro cada vez más rápido sin detenerme, dejando una estela de nubes en cada tranco. Me persiguen caprichosas, sin intentar alcanzarme.
Y al borde del precipicio me detengo, y miro atrás.
Y las nubes se ciernen sobre el infinito marrón, y las cabezas de todos sus habitantes miran al cielo, buscando infructuosamente su mitad estelar. Nada hay por primera vez, solo un rojo intenso y cercano, amenazante. Y rugen desde profundidades mas antiguas las fieras indomables, celestiales, y como un llanto imprevisto, en un segundo, en un instante, se derrama toda la ira acumulada y vengativa, en todo lo ancho de las inmensidades terrenales. Como un manto de luz, la tierra recibe el velo anacarado, en capaz sucesivas, como una respiración contenida, como el ritmo perenne de la vida, y de la muerte.
Todo el desierto de llena y se ahoga de lágrimas indetenibles, y el repicar de cada gota en el suelo se eleva como una plegaria susurrada, de perdón. Suelo contrito, no puedes llorar lágrimas secas. Suelo contrito, yo te perdoné antes de la noche.
De pie en el precipicio, no queda nada mas que esperar, porque las nubes me dieron una corta tregua para que compusiera un canto de despedida, una canción final. Y las aguas unifican su cólera retenida y forman un veloz curso, y todas vienen hacia mí, inquietas, buscándome. Ciegas, aquí estoy esperándolas, aquí, al borde del precipicio, sin una pizca de temor, sin una tenue duda. Aquí descubriremos juntos la profundidad de nuestra tumba. Y las aguas tocan mis pies, y mis rodillas, y luego me abrazan como si no hubiese nada más para abrazar en el mundo, y el agua es cálida, y dulce y en un golpe imprevisto me besa dejandome completamente sumergido en su maternal caricia, y me arrastra sin que ofrezca resistencia y caemos, susurrándonos al oído, nada.
Despierto al amanecer, mientras se deslizan los ultimos arroyos entre mis dedos. El sol en un segundo vuelte todo a su aridez. En un segundo un nube emerge del suelo. Todo se agrieta y se resquebraja.
Estoy al fondo del abismo, y todo vuelve a ser como ayer. Vacío.
No me conformo, arriba sobre los peñascos, hay un sendero que me lleva hacia la Cruz del Sur. Debo seguirlo. Un paso a la vez, subiendo. Un paso a la vez, tímido y cobarde.
Oculto arriba, mi sendero, oculto arriba, tu desierto. Debo subir, un paso a la vez.
Cuando llego no hay sendero. Cuando llego, no hay desierto.
Una brisa fría inunda mi aliento. Como un espasmo todos los brotes me saludan. Un manto de flores oculta el sendero, y en cada minúscula agonía de belleza se ocultan todos los colores del mundo, y en cada pétalo temeroso la luz se convierte en una hermosura hiriente, y en cada célula de vida explota una melodía sutil, al unísono con el sol.
Las ruinas, limpias, las venero, y dejo mi sangre sobre ellas, pobre sacrificio, no hay nadie más.
Las extensiones infinitas de tu sublime perfección son más bellas, al mediodía, cuando no hay sombras.
¿Es esto mio?
¿Hay algo aquí que me pertenezca?
No, quizás debajo siga el sendero, nada más.
Pero es mío el extasis de haber presenciado como tu rostro se lavaba del tiempo, como una noche de lluvia inundaba cada uno de tus recovecos, y como cada semilla olvidada renace un día después. Eso es mío, y de nadie más.
Pronto se ocultará el tirano, y siendo las nubes mis cómplices, mis testigos, mi memoria, mi fuerza, y mi última melodía, construiré un sendero hacia la infinitud del cielo. Lucharé con el sol hasta hacerlo volver, nunca más el frío marchitará siquiera uno de tus pétalos. Y cuando el astro en su porfía quiera secar otra vez tu piel reluciente de vida, lo obligaré a detener sus rayos de ira, o escudaré tu belleza, que es en el fondo, la mía, con un manto de aguas, otra vez, una y otra vez, hasta que ya no me queden lágrimas.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Dos mendigos

Los invité por curiosidad, tan diferentes a los mendigos habituales, tan extraños y ajenos al inframundo al que ahora pertenecían. Debían guardar una historia muy particular, cada cual.
Uno, el más alto, delgado, de modales cuidadosos. Pálido, pero no de una palidez cadavérica, rosado de vez en cuando, casi ruborizado.
Otro, el bajo, de unos ojos azules profundos, parecía siempre ensimismado, calculando, se podría decir, midiendo, con cautela.
Los invité a comer, a un local cerca de dónde los solía ver mendigando.
Llegaron puntuales, muy limpios, ignoro de dónde sacaron la vestimenta que ese día mostraban. Casi normales, casi del todo respetables.
Me saludaron con entusiasmo, pero sin exageración. Nos sentamos, miraron la carta concentrados, pidieron cuatro, cinco platos, nada extraño, era indudable que sabían lo que hacían, y si bien llegué a pensar en un momento que ansiosamente intentarían comerse todo, luego me tranquilizó ver cómo el más delgado hacía a un lado un plato, luego de sólo probarlo. Claro, estaba muy mal preparado, un plato muy mediocre la verdad. No se midieron con el vino, y ahí el bajo demostró conocimientos acabados de cada cepa, de cada viña, de cada año.
Cuando ya la cena se acercaba a su final, degustando generosos postres, por fin me atreví a preguntar lo que tanto deseaba saber.
Comenzó el más bajo:
-Era ingeniero, teóricamente lo sigo siendo.
Muy bien, eso explicaba muchas cosas.
-Viví bien, generosamente, mucho tiempo. Me casé, tengo dos hijos.
Todo me parecía natural.
-Todo era perfecto, de cierto modo, aunque había un pequeño detalle.
Eso avivó mi curiosidad.
-Mi especialidad eran las estructuras. En realidad los puentes. No carecía de habilidad ni de conocimientos, sin embargo, cada vez que comenzaba a construir uno, éste indefectiblemente se venía abajo.
Eso sí era inesperado.
-Cualquiera podría pensar que un ingeniero cuyos puentes tienen un historial perfecto de derrumbes jamás vovlería a ejercer, pero, y esto es lo fantástico, jamás conocí la cesantía. Me llamaban de todas partes, dentro y fuera del país. Al principio pensé que la reputación de mi familia, o sus contactos me habría las puertas a nuevas oportunidades, que se me daba la chance de enmendar mis errores. Con el tiempo me dí cuenta de que no era así, que se me contrataba específicamente por mi capacidad, o por mi incapacidad de construir puentes. Quizás eso buscaban, o era parte ingenuamente de complots, o conspiraciones para que nunca la edificación llegase a término. No parecía probable. Incluso llegué a pensar o imaginar que no era mi culpa, en el fondo, pues mientras más me llamaban más me esmeraba yo en dejar en claro de antemano mis antecedentes como fracasado constructor de puentes.
Pensé que quizás, por eso, ahora era mendigo.
Se quedo pensativo unos instantes. El delgado le preguntó algo acerca de su preocupación, algo respecto a una estructura de material ligero, en un terreno abandonado, que habían levantado en la semana y que daría acogida a numerosos sin casa, según lo que pude entender.
-¿Te preocupa que tu trabajo se venga abajo?
-No-me respondió-. En lo absoluto. Sé muy bien que la estructura está perfecta. Y eso es lo malo. Verás, un día me encargaron la construcción de un puente importante, sobre un lago, que conectaría dos centros urbanos de envergadura. Como siempre, advertí a mis empleadores que lo más probable es que se derrumbara, no porque hiciera mal los cálculos, o por decisión mía, simplemente se derrumbaba todo lo que yo construía por motivos del todo fortuitos. No, no había intención, pero nunca imaginé lo que ocurrió después.
-¿Qué ocurrió?
Pensé que había sido una tragedia.
-Nada, no ocurrió absolutamente nada, el puente se construyó completamente y ahí está todavía, perfectamente firme, perfectamente construido.
Mi incredulidad se hacía sentir en mi rostro.
-Y eso fue mi perdición. Esperé meses, años, que los cimientos cedieran, que el viento hiciese su labor, o quizás un sismo medianamente agresivo, pero nada. Pasé innumerables tardes contemplando la única de mis obras que no se ha caído. Desde entonces todo lo que construyo jamás se cae. No pude más un día y, lleno de vergüenza, caí en el alcoholismo, y de ahí en adelante la historia es muy similar a cualquier otra.
Se produjo un silencio extraño en la mesa. Esperé que el otro mendigo contara su historia. Cuando ya era evidente que demoraba a propósito ese momento, se levantó disculpándose. En su ausencia me comentó el bajo:
-No lo dirá, siente vergüenza.
-¿Qué fue lo que le pasó?- pregunté son imprudencia.
-Se enamoró de la mujer de su hermano.
¿Era eso tan grave? me pregunté. El mendigo pareció adivinar mis pensamientos.
-Bueno, fueron amantes.
Se ponía interesante.
-Y la verdad es que ella le pidió que dejara todo, absolutamente todo atrás, su matrimonio, su familia, todo, que ella haría otro tanto y huirían juntos.
-Ella se negó.
-No solo eso.
El mendigo bebió de su café. una pausa. Sus ojos azules me miraron fijamente.
-El hermano lo sabía todo, desde el principio.
Solté un bufido.
Cuando volvió el delgado se le veía fresco, tranquilo, seguro de sí mismo. Como no hicimos mención alguna a su situación, me imagino que supuso que el otro me había contado en su ausencia.
Cuando ya la velada llegaba a su fin, y luego de haber conversado de diferentes temas, política, deportes, de la vida, los dejé invitados para otra ocasión. Me parecieron amenos, divertidos casi, inteligentes, cultos.
Esa segunda ocasión jamás llegó. Supe por terceros que el delgado en realidad seguía amando a la mujer que lo había traicionado, y que, sin que se supiera cómo, se había suicidado en el puente que maldecía constantemente el bajo.
A él lo volví a ver años más tarde, en el mismo local, esta vez igual de bien vestido, pero acompañado con personas que me parecieron a simple vista, distinguidas, elegantes. Cuando ya no aguanté más la curiosidad me acerqué a él. Me miró extrañado, confundido casi. No me recordaba. Le mencioné la cena, a su compañero, tampoco lo recordaba, y pareció ofenderse sinceramente cuando traté de recordarle su anterior condición de mendigo. Le pedí disculpas y me alejé, contrariado.
Después entendí todo.
Unos días luego de nuestra cena, la estructura que habían construido para los mendigos se había venido abajo, muriendo en el accidente tres de ellos. Una semana después el puente sobre el lago había cedido sin explicación alguna.
Me lo imaginé esos siete días, sentado, a orillas del lago, esperando pacientemente.

martes, 11 de agosto de 2009

Interrogatorio

Júbilo detrás de tus ojos cerrados.
La sangre se niega a abndonar mi rostro, desnudo por primera vez, las evidencias están sobre la mesa: dedos intentando tocarme, un ceño ligeramente fruncido, espectación en el aliento.
Dices más de lo que quieres, y mientes, no soy ni quiero ser el culpable de la miseria que me muestras. Imágenes retratando a un morboso espectador. Carne marchita, bolsas de papel usadas, vacías, basura acumulandose en mis retinas.
Fluyes, fluctuas, marea incontenible, tu cordura es la seña de que no temo. Y la persistente e infatigable paciencia de tu tarea merece todo mi respeto, y mi desprecio. Metódica, perseverante, como un cáncer, mañana te detendrás un instante y dudarás, sinceramente dudarás de lo que hoy me dices. Porque mientes, y la causa de tu falsedad está sentada fente a tí llorando una falsa culpa.
Porque podría, por eso me odias, porque soy capaz. Y la horrible posibilidad es a lo que más temes, porque no me detendría y renunciarías frente a mi indetenible ira.
Pero no me temas, estoy de tu lado, esta vez, y en un juego sucio y maquiavélico como un mártir sostendré tu decadencia, cuando rueges que perdone tu insolente apuesta. Y no lo haré, porque no es de ti ni de mi de quien el verdadero asesino se ríe, sino de nosotros.
Genio infantil que me muestras que todo es tan brutalmente inútil, tan redundantemente absurdo.
Júbilo detrás de tus ojos cerrados.
La verdad danza inalterada frente a nuestros ojos, y la ignoramos tan inocentes e ingenuos como las víctimas de nuestro mutuo verdugo, santo sacerdote cubierto de áuras, terribles como lo real, oscuras como lo tangible.
Respiración agitada, temblor de manos. Y tu ridícula fe me repite hasta el cansancio: firma, firma, como una plegaria irrelevante que con los años ha perdido su significado.
Y eso hago: firmo mi confesión.

domingo, 9 de agosto de 2009

Invisible

El último hombre invisible está muerto.
Recuerdo cuando me di cuenta que existía. Lo escuché una vez llorar mientras me quedaba dormida. Al principio pensé que era un sueño, o una alucinación inducida por lo que solía ingerir por aquella época, en las noches.
¿Cómo supe que era el último? No lo sé, quizás porque nunca pude encontrar otro, aunque probablemente no haya buscado lo suficiente. Lo sabría de todos modos, porque quienes conocimos su existencia de alguna manera, nos damos cuenta de que otro comparte ese secreto. Una señal, como un hálito frío en medio de la calidez del aliento, algo así. Y he preguntado, bastante, y me responden que no, que no han visto a otro (aunque ver es un decir). Me Es suficiente con ese antecedente. Bueno, yo digo que era el último hombre invisible, pero la verdad, bien podría ser el único, en ese caso también es el último, creo. El primero y el último.
El último hombre invisible no solía ocultar su existencia, no lo hacía a propósito por lo menos, ruido, así se delataba, no era muy cuidadoso. Me pregunto porqué no lo hacía, quizás ahora estaría vivo si no se hubiese delatado.
La mayoría de las personas que supieron que existía no le temía, parecía tan indefenso, y tan triste. Pero algunos temían que su invisibilidad le hiciera posible introducirse dentro de otro cuerpo, e incluso, ver los pensamientos. Una idea estúpida. Y si fuese cierto tampoco era para temer.
Una vez intenté entablar una conversación con él. Pero no respondía, y curioso, dejaba de hacer ruido. Quizás la forma en que veía el mundo era diferente, ajena a como lo vemos nosotros, quizás su pensamiento se configuraba de acuerdo a esa misma extraña visión, pues ser invisible debería afectar a cómo percibes el mundo, creo, me imagino. No me dijo nada y no insistí. Debió sentirse tan solo, pero no lo estaba, en lo absoluto, y muchos creemos firmemente que más que lástima, le llegamos a tener un poco de cariño. Ojalá lo haya comprendido alguna vez.
No sé si podía tocar, si tenía tacto, creo que no, bueno, yo nunca pude tocarlo a él, lo intenté varias veces, es que me producía una leve curiosidad el ignorar porqué estaba ahí, porqué me buscaba. Ahora que lo pienso un poco mejor, quizás no me buscaba, simplemente estaba ahí antes de que yo llegase, una coincidencia.
¿Cómo supe que había muerto? Bueno, una vez creí sentir algo en mi piel, como un hilito de agua o algo húmedo que me recorría el muslo. Me toqué pero mi piel estaba completamente seca. Luego sentí el aroma. Olor a sangre, me olí la mano, era sangre, sangre transparente, e intangible, pero olía. Le pregunté si estaba herido pero nada dijo, como siempre.
Con el tiempo ya no volví a oir su pesado andar, su respiración acelereda, sus llantos.
Unos días después alguien me contó, una amiga, que en la casa de un conocido en común había un extraño aroma. Le dije que me acompañara a ver de qué se trataba. Cuando entramos comprendí. El extraño aroma, una fetidez entre dulzona y picante, era olor a cadáver. Obviamente no encontramos nada al registrar la casa. Obviamente el aroma lo producía el cadáver del hombre invisible. Sacamos todos los muebles de la casa. El olor seguía ahí. Limpiamos todo, aboslutamente todo. El olor seguía ahí. Me imaginé su cuerpo pudriéndose, alimentando invisibles gusanos, convirtiéndose con el tiempo en invisibles moléculas, en indivisibles átomos. Aconsejé al dueño de casa que se mudara, y creo que eso hizo.
Cuando lo recuerdo siento un poco de tristeza, lo extraño un poco también.
He llegado a pensar que alguien lo mató, pero es difícil, pues tendría que haber sido con un arma invisible, y claro, nadie la podría tomar. O quizás sí lo mataron con un cuchillo invisible, otra persona invisible, pero silenciosa. O quizás se suicidó.
Bueno, nunca lo sabré.

sábado, 8 de agosto de 2009

Humo y cenizas frente al espejo

Subimos a mi habitación a buscar tus cosas, te acompañaría hasta la puerta y te diría adiós. Lo ocurrido antes no importa, de pronto todo comenzó a existir ahí, justo en ese momento.
-Fumémonos un cigarro antes.
Los encendí y me senté a tus pies. Con las rodillas dobladas te veías tan pequeña como siempre. Te sonreí.
-¿Cómo crees que sería feliz?-me preguntaste divertida.
Advierto en tus ojos siempre la trampa de tus especulaciones.
-Así-respondí de inmediato, tan brutalmente sincero como quieres que sea.
Un hilo de voz me traspasó de lado a lado.
-¿Así cómo?
-Así, tal cual, daría mi vida porque siguieras así.
La seriedad de tu rostro me asustó. Como un mal reflejo en las aguas, tirité esperando la siguiente pregunta. Quizás debí mentir, siempre me lo pregunto, y la respuesta ya no vale nada. Pero faltaba más.
-¿En serio?
Sabes que no bromeo, que nunca bromeo. No hay pretención alguna en lo que digo y siento, hay espacio, un espacio amplio en donde puedes habitar cuanto te plazca, y una puerta mucho más amplia aún. Desde el umbral, te miro.
-Si de mí depende nunca cambiarias.
Tus ojos brillaron por primera vez, me pediste que me acercara.
-Son hipótesis-me dijiste-. Siempre juegas.
-Bajo tus reglas siempre juego.
-¿Y no temes perder?
-Siempre pierdo.
Me besaste furiosamente, y de verdad me sorprendió, nunca dijiste nada, nunca demostraste nada, siempre tan distante, siempre tan dulcemente distante. No era real, llegué a pensar.
Dejaste que te besara, que recorriera tu rostro deteniéndome en cada ausencia. Dejaste que te abrazara, y bajo mi cuerpo te arrullabas como si escaparas de frío, de ese frío persistente que todo lo corrompe. Sentí tu deseo tímido insinuandose en mi oído, y las mareas de culpa inundándote espasmódicamente en cada corto suspiro.
-¿Cómo llegamos a esto?-me preguntaste de pronto.
No lo sabía, pero pensé con rapidez.
-Me preguntaste cómo serías feliz, y te respondí que así, tal cual eres, que ya eres feliz. Me besas porque lo que te hace feliz es que te ame, en silencio y a la distancia. Ahora te detienes porque ya no es en silencio, y estás cerca.
-Deberíamos irnos-me interrumpiste.
Sí, había sonado terrible, pero era verdad.
-Quédate conmigo.
Me volviste a besar, esta vez con más furia que antes. Permitiste que en mi insolencia levantara tu blusa y acariciara tu piel, me dejaste recorrer con los labios los laberintos de tu delicada vulnerabilidad, unos segundos, antes de preguntarme, rogando, con la mirada, porqué todo era tan extraño.
Desperté con tu aroma aún embotándome el juicio. No quise respirar para retenerlo, ya ha pasado tanto tiempo que es la única forma de recordarlo. Sentí como se evaporaba tu humedad en mis labios. Cuando ya no pude más, encendí un cigarrillo.
Siempre te sueño después de visitar tu lápida.

viernes, 7 de agosto de 2009

Delirios de sol

Las mañanas más largas se resisten a dejar paso a la tarde.
A veces tocan la noche.
En ocasiones son tan frías que dejan un débil manto de escarcha, sobre charcos lodosos. Tomé más de una vez los delicados cristales, para ver comos se deshacían entre el calor de mis manos. Tranparentes, lloraban los hielos lágrimas presurosas. Detrás, el sol ya no me enceguecía, y la humedad se deslizaba bajo mis ropas desparramando el agua turbia sobre mi piel infantil.
A veces, el sol se colaba entre las heridas, y dolía, sinceramente dolía, seguir observando impávido su furia amarilla.
En más de una ocasión acompañé a la escarcha en su huida, pero mis aguas eran tibias.
Lentamente las mañanas se hacen más fuertes, agresivas, luminosas se burlan de mi quietud sombría.
Me han dicho que el movimiento produce calor, no entiendo porqué entonces mi inmovilidad es febril. Cómo quisiera que me tocara la escarcha, una sola vez, que tomara mi sangre y de pronto, por un segundo, detuviera su circular furioso por mis venas.
Luego todo comenzaría otra vez.
Pero tengo paciencia, las mañanas se van haciendo cada día más largas y ya no podré, en el futuro, seguir resistiendo y cuando ya todo se cubra de hielo, seré el último en dedicarle un débil movimiento, el primero, justo antes que se cumpla mi último deseo.

Sed

Puedo esperar, como las olas esperan que las rocas se vuelvan arena.
Forman en su febril insistencia un canto eterno.
Pero me extraña ver cómo se van deshaciendo los silencios, castillos frágiles tratando de conquistar la inmortalidad,
Todo huele a sal.
Y el viento va erosionando una resistencia inútil, en el fondo, todos somos ancianos.
Muy en el fondo niños, dejando huellas perennes, tratando de aligerar el paso, es difícil correr sobre una humedad inquieta, que viene, y se va.
Como niños ancianos, recordando estúpidamente cada ocaso moribundo, esperando la noche, la tibieza acogedora de un final, en un suspiro.
Alta mar, todo huele a sal.
Y si viajar después de toda rutina es la respuesta natural, sigo preguntándome entonces porqué no hay barcos con alas.
Barcos hundiédose en un mar de lava.
Sigo esperando sonidos, un tono espeso, o un crujir de mástiles, soñando despierto que no estoy sentado a la orilla de tu cuerpo.
Cuando despiertes seguiré ahí, alimentando tu muerte, mirando atrás.
Océano de sal.
Estatua de sal.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Mi visita al cementerio

No había dormido en siglos, y andaba cerca. No era de noche.
Deambulé somnoliento entre los mausoleos, admirando su forma, más no su contenido, que se me antojó no tan putrefacto como la formalidad necrológica lo requería. Pero habían cipreses, enhiestos cipreses onduleantes, por suerte.
Me embotó en algún momento el persistente ahora a flores baratas mezclado con tierra húmeda. Me distraían de tan insistente aroma, los murmullos y los llantos, algunas risas, pisadas, de pronto alguien tosía, música desafinada o un vozarrón hipócrita, que se yo, cosas que suelen oirse.
El día se iba y se me ocurrió la infeliz idea de pasar la noche ahí. Busqué dónde pero nada había excepto por un pequeño nicho casi a ras del suelo, con la tapa partida en dos, que quité con un ligero puntapié. No había espacio para mí, pero no carezco de empeño ni coraje, así que comencé a trazarme un plan.
Encendí un fósforo tratando de iluminar el interior, pero la tenue luz solo me mostró mi mano. Lo único que quedaba era el tacto.
Habían tantos cadáveres que me fue imposible calcular su número. Me sorprendió que en tan pequeño espacio cupiese tanto cuerpo, para bien, pues aumentaba mis posibilidades. Eran pequeños, los cuerpos, reducciones quizás, estaban muy mal distribuidos, así que decidí probar suerte ordenándolos. Los palpé uno a uno, haciéndome mentalmente un mapa de su tamaño y ubicación. Al cabo de unas horas ya tenía todo planificado en mi mente y comencé la tarea. No fué sencillo ni agradable, terminé sudado y más cansado que antes, si se podía estar más cansado de lo que ya estaba.
Me disponía a entrar en mi improvisado dormitario cuando me di cuenta que alguien estaba a mi espalda.
Era un muerto, un cadáver, de pie, con las cuencas de los ojos vacías, la carne del rostro agusanada, huesos rotos, ropa inmunda. No sé si se percató de mi presencia, creo que no. Avanzó hasta el nicho y lentamente comenzó a meterse en su interior.
Impertinente me pareció su accionar, pero no quise interrumpirlo, de todas formas me pareció díficil, el cadáver era bastante más alto que yo y probablemente más fuerte, o eso dicen acerca de los zombies, porque me imaginé que era un zombie. ¿Cuál será la definicion de zombie?
Mi desazón fue mayúscula cuando me di cuenta que la noche aclaraba. Decidí largarme del cementerio, convencido de mi mala suerte.
Cuando me disponía a franquear la salida, sentí que alguien me tocaba al hombro.
-¿Para dónde va?-me preguntó un anciano de uniforme.
-La verdad, no lo sé-pensé un rato-. En realidad solo quiero largarme de aquí.
-Pues eso no será posible-me dijo el anciano.
Pregunté el porqué.
Me explicó que estaba muerto y que los muertos no pueden abandonar el cementerio, sería impropio. Él era el guardia del cementerio y no podía permitir eso. No supe por dónde comenzar a interrogarlo.
-Pero yo no estoy muerto.
-Le demostraré que usted está muerto.
Me quedé atónito y de alguna manera, espectante.
El viejo comenzó:
-Primero, las gentes vivas deben abandonar el cementerio entre las ocho de la noche y las ocho de la mañana, pues siendo las seis a.m. no puede usted ser parte de las gentes vivas.
-Pero podría pasar que siendo vivo hubiese querido quedarme.
-Eso es imposible por lo siguiente:
a) Nunca ha pasado algo así antes.
b) Tendría que haberme olvidado de revisar todo el recinto antes de cerrar, algo imposible a su vez por lo siguiente:
b.1)Nunca ha pasado algo así antes.
b.2)Soy muy responsable y celoso en el cumplimiento de mi deber, y nunca he olvidado mis labores, pues es imposible por lo siguiente:
b.2.1) Nunca ha pasado algo así antes.
b.2.2) Nunca me olvido de nada, pues eso es imposible por lo siguiente...
Lo interrumpí antes de que me convenciera.
Le dije que muy bien, que me quedaría en el cementerio y me dijo que ya era hora de que me metiera en mi sepultura, a lo que contesté que no sabía cual era, con el convencimiento de que la ausencia de una morada para mi supuesto cadáver convenciese al guardia de que estaba vivo. Lógico.
Mi sorpresa fue inmensa cuando el guardia me dijo que lo acompañara, y al seguirlo vi que se detuvo frente al nicho en el que había intentado entrar. Le pregunté cómo sabía que era mio.
-Por las iniciales: M.I.C.H.
Efectivamente, eran mis iniciales.
Cuando el guardia se fue me di cuenta que había olvidado preguntarle dos cosas: cómo sabía él cuáles eran mis iniciales y por qué si el nicho era mío había en él otros muertos. Decidí verificar lo último.
Seguían ahí, excepto el zombie.
Algo en mi interior me dijo que debía buscarlo y eso hice. Lo ví deambulando por los pasillos, mirando otras tumbas (en realidad no podía ver, quizás las olfateaba) y me sorprendí al descubrir que habían muchas abiertas que yo no había visto antes. Se metió en una de regular tamaño. Esperé unos minutos y volví a mi supuesta última morada.
Como estaba cansado volvió a mí el deseo de dormir allí, pero cuando estaba por entrar volvió el zombie y ocupó mi lugar. No podía creerlo, si había muchos otros lugares a su disposición insistía el maldito en ocupar el único que ya sentía, de alguna manera, mío. Metí la cabeza apenas dentro y le grité un par de improperios. Cuando saqué la cabeza me dí un fuerte golpe en la parte superior de la entrada. Mas me vale no insultar a los muertos, me dije a mi mismo, he sido castigado por mi insolencia.
Ya era de día y estaba cansado así que me tendí entre pequeños arbustos con flores. La visión de un cielo semicubierto de nubes, por las que se colaban débiles rayos de sol pensé que me haría dormir, pero no pude, tal era la belleza de lo que observaba que no podía desconcentrarme, no podía dejar de pensar en eso. Me puse de pie, abatido y camine sin rumbo, o en realidad, en círculos, no sé muy bien cuanto tiempo, días quizás.
Ví al zombie entrando en diferentes lugares, mausoleos, escavándo la tierra, abriendo nichos. Con el tiempo comprendí que cuando yo intentaba entrar en el mío él lo hacía justo antes, pero si yo no lo intentaba, lo mismo le daba. Comencé a odiarlo.
Un día decidí matar al guardia y escapar de ese lugar, de esa prisión, de ese infierno en dónde no podía dormir un segundo. No lo encontré. Pregunté a otro guardia y me contestó que no había nadie con esas señas. Y me fui por fin, pues el guardia jóven no insistió, ni siquiera mencionó, la posibilidad de que yo fuese un difunto.
Con el tiempo he llegado a pensar que el viejo estaba muerto en realidad, nunca lo sabré pues no volveré jamás. O quizás vuelva, pero después de que haya dormido algo, pues sigo, ahora en medio de las gentes vivas, atrapado en mi infinito insomnio.

martes, 4 de agosto de 2009

Menguante

Hace años ya que ocurrió el último de tus plenilunios.
Si hubiese sabido antes hubiese buscado tu diestra desde el comienzo, así desde el principio me dibujarías apenas en la penumbra.
Y mis penosas ofrendas te ofrecí alrededor de gigantezcas hogueras, piras de débiles presas, cuando el sol lo anuncia me detengo inmediatamente. Pero sigues, a veces, observándome, y mi vergüenza es tan infinita como infinito es tu sueño.
Bajo tierra los restos de cada víctima se pudren como el silencio.
Una vez quise cantarte, buscando sosiego, no quiero seguir asesinando para que sepas cuanto te venero. Pero te irritaste tanto que desapareciste por horas, días, meses.
Cuando tu rostro enrojecido me dijo silenciosamente que me detuviese, la porfía de mi fe idiota me lo impidió. Ahora te vas lentamente otra vez, y aunque siento que sigues ahí, simplemente dándome la espalda, quisiera ver de lleno tu rostro antes del fin.
Mañana la hoguera estará en la otra mitad del cosmos y como si hubieses estallado en millones de pequeños pedazos, la luz estará diseminada en la infinidad del cielo oscuro.

Sin título

Debí estar a más de cien metros de ti.
O un poco menos.
Velé mis armas en silencio, repitiendo en mi mente una frese cadenciosa. No dormí un sólo segundo. Decúbito me sorprendió el primer rayo de sol, y me llené de ansias de amanecer. Me puse de pie y mis rodillas adoloridas crujieron protestando. Salí a darte caza.
No me costó encontrarte, dejas un rastro de sangre por donde pisas. Y como las moscas a un cadáver, mis instintos se guían hacia los tuyos.
Pero no huías, y, ciego y torpe otra vez, no le di importancia. El primer susurro que no pude descifrar debió alertarme, pero el botín es tan grande, la odisea tan heroica, el deseo tan febril, que cometí el segundo error.
Pero no huías y ya estabas a mi alcancé, y ahí dudé, pues por primera vez te rendías al miedo. Apunté.
Me pregunto cuál fue el tercer error, aunque ya es tarde.
Debí estar a más de cien metros de ti, porque el sonido me llegó un poco después de que tu bala me perforara el cráneo.

lunes, 3 de agosto de 2009

Victimario

Nunca siembro lo que cosecho, siempre son otros los que se ocupan de hacer fértiles los áridos desiertos de la monotonía. En tí no habia excepción.
Cuando te encontré la rigidez cadavérica de los ademanes de tu rostro fueron la señal perfecta de que mi faena estaba pronta.
No me equivoqué, jamás me equivoco, y como un perro rabioso te olfeteaba llenando mis pulmones con el aroma de tu miedo.
Pero no te ladré, jamás ladro.
Y aquí estás tendida a mi lado sintiéndote tan segura. Y haces bien, pues soy el perfecto custodio de tu testamento, fiel ejecutor, que me has ido dictando copa tras copa.
Tomo tu cuello entre mis manos y estás sobre mi.
Susurros entrecortados. Espasmos.
Tus manos sobre mi cuello me hacen preguntarme si acaso no soy yo el victimario.
Y sigues sobre mi y no hay nada más que tú sobre mi. Y el dolor de mi placer intentando alcanzarte me distrae.
Me odias porque no puedo matarte.
Pero al amanecer, sobrios, volveré a sentir el dulce perfume de tu temor.
Y ahí no dudaré, quizás.
Soy el peor de los asesinos.

sábado, 1 de agosto de 2009

Segundo circular

A veces un temblor imprevisto, un ruido subterráneo.
A veces, un murmullo apenas audible, un chirrido molesto penetrando las sienes, hiriendo la conciencia.
Casi siempre un tedio infinito.
Hay un monstruo oculto debajo de cada cama, hecho de segundos circulares, un monstruo idéntico a ti, un gemelo siniestro que vive en la sombra, que te envidia, que te odia, y que a la larga te ama demasiado.
Es sencillo sucumbir ante la paranoia de su evidente existencia, pero menos sencillo resulta sentir su bocanada fétida a contra ritmo de tus suspiros. Se lleva cada molécula de aire que expiras, en un resuello inmisericorde.
Su miseria es peor que la tuya, su vigilia, cuando duermes, pura agonía. Pero esa vigilia también es circular, y tarde o temprano la tuya observa sus espasmos de pesadillas inciertas, tan perdido tu gemelo se haya en los laberintos oscuros de tus peores deseos.
Y allí, este incestuoso engendro se vuelve fraticida.
Detente un instante para mirarlo a los ojos, y comprenderás que sólo espera que le regales por compasión la eutanasia.
Detente un instante para mirarlo a los ojos, para descubrir la belleza de su moribunda súplica.
Detente un instante para mirarlo a los ojos y ver allí los tuyos.

De hoja caduca

Una sutil brisa fría te sumió en la desnudez.
Como un murmullo de martillos el golpe fue fatal.
Y el manto marrón y amarillento bajo tus pies es el recuerdo de tiempos más cálidos.
Entre esa espesura tetimonial hay jóvenes cadáveres, que yacen ingenuos y sin culpa, arrastrados en un frenesí ciego y suicida.
No fue la primera vez que te observé, pero sí la primera en la que descubrí la fealdad de tus raices, y tus dedos deformes, tratando desesperadamente de tocar el cielo.
Y lo tocas, pero no es suficiente.
En tu quietud inquieta, temblorosa, el tiempo se rie de ti, de tus estériles intentos de conquistar la eternidad, Y sería un juego justo de no ser por la sed infinita que te ha congelado el rostro en esa mueca espantosa de dolor, de lucha.
Y con gusto retomaría la senda para encontrarme otra vez frente a ti, esta vez armado con una afilada hoja para apurar tu muerte, tanta agonía merece mi violenta recompensa, pero sé que otra brisa más tibia traerá devuelta tus andrajosas vestiduras, y que volverás a creer que el mundo ésta vez te sonríe, y hallarás compañia en quienes te desprecian tomandote como un objeto, una herramienta, un refugio, o alimento, y cavarás cada vez más hondo buscando saciarte, despertando el tacto resbaladizo, una viscosidad nauseabunda, que considerarás necesaria justificando un sol brillante. Y yo estaré ebrio de melancolía mirando como cada uno de sus rayos va marcandote con surcos imborrables, y deseando que las noches vuelvan a ser largas para ser el único, otra vez el único, que no te denosta cuando ya no sirves para nada.