lunes, 21 de septiembre de 2015

Sombras y ecos

Miro mi reflejo cansino en la superficie quieta del frío lago, esforzándome por verme pestañear.
Y ralentizo el tiempo para capturar el exterior de mis párpados, pero aunque tienda a cero, la negrura no me deja en paz.
Porque si grito alcanzo a oír los ecos al callar, otro tanto la estereofonía de mi imagen debiese arrastrarse por el suave oleaje hasta golpearme el rostro, azotándome la mejilla para que reboten en mi cráneo las húmedas rocas del lecho fangoso que me repite la calma untuosa, presuntuosa, arrogante y estéril, del movimiento oscilatorio de toda esa luz atacándome en silencio, vociferándome que abra los ojos, que los cierre, que me mueva, que deje de respirar, que sonría, que muestre los dientes amenazantes, que revise mis imperfecciones, que denuncie mis torpezas y las sobrias asimetrías sombrías de cada átomo que compone los poros de mi piel, buscando herirme.
Buscando herirme inútilmente, ridículamente, desde las aguas, como si una magia imprevista rompiera el espacio milimétrico que nos separa, pero que colma toda la inmensidad del universo en esa mínima extensión; entre los perjurios y yo hay una distancia tan larga que mi mano extendiéndose al tacto los hace desaparecer.
Pero el espejo no se quiebra, se envilece, se trastorna y se deforma tanto que me llena de piedad y gratitud; ese mismo tacto, como si fuera caricia, entibia, quita la frigidez y me invita a nadar.
Cierra los ojos, deja de respirar.
Abre los ojos, baja hasta el fondo.
Toma las piedras y lávalas con tu sudor.
Mételas a tus bolsillos.
Sube a la superficie. Abre los ojos.
Vuelve a respirar.