martes, 18 de agosto de 2009

Celdas

-Si no quieres decir nada, está bien.
-Padre, no entederá.
El anciano sacerdote estaba de pie, el reo sentado. El silencio lo interrumpió el zumbido de un insecto intruso. Voló en círculos, acercando y alejando su sonido, los ecos de su aleteo se sitieron unos segundos más, luego silencio.
-Tenía que olvidarlos-dijo de pronto el reo, sin mirar al sacerdote-. Sé que no entiende, sé que no va a entender, pero tenía que asesinarlos, a todos, no podía olvidarlos.
Un carraspeo.
-Tienes razón, hijo, No entiendo, pero no necesito entender.
-Lo sé. Lo que espera es arrepentimiento, pero eso no es posible, no hay una gota de culpa en mi ser. No entiende usted lo que significa no poder olvidar, recordar constantemente, y no digo de vez en cuando, o todos los días, digo cada segundo, a todos, sus rostros, sus gestos, su voz, sus palabras, sus penas, sus miedos, su alegría, su llanto.
-¿Recuerdas a tus víctimas?
-No, Padre. Las maté. Ya no las recuerdo. Una vez que las asesinaba ya no volvía a pensar en ellas.
-¿Entonces no recuerdas nada de lo que has hecho?
-No. Nada. Es decir, sé lo que hice, recuerdo las ideas, la forma, como planificaba cada asesinato, como esperaba pacientemente el momento justo. ¿Sabe algo? Una vez que me decidía sentía una ligera paz, calma en mi ser, pero se esfumaba una vez que ya estaba todo consumado. Eso era mejor, no tener nada en la cabeza.
-¿No sientes culpa por eso?
-Un poco quizás, el tiempo que demoraba entre que decidía y el acto en sí. O quizás mientras sufrían, ahi sentí algo de culpa, lo recuerdo.
-¿Sabes a cuántas personas mataste?
-No, no lo sé. Dicen que cientos, pero no lo sé, no lo recuerdo.
-¿Sentiste alguna vez algo por esas personas?
-Sí, Padre, las amaba profundamente. Y por eso no podía quitármelas de la cabeza. Tenían que morir.
-¿Y si las amabas, no sientes arrepentimiento por el dolor que has causado?
El reo miró por primera vez al sacerdote.
-¿Me perdona?-dijo con apenas un hilo de voz.
-Sí, hijo, pero en realidad es a nuestro Dios que debes pedirle perdón. Él te perdonará. Él ya lo ha hecho.
-Usted no entiende nada. De hecho, todo lo que me dice me hace muy bien, me hace sentir mejor.
El sacerdote se puso de cuclillas, con el rostro justo al frente del reo. Sin pestañear una sola vez, mirándolo directo a los ojos.
-Muchacho, no sé si entiendes, pero vas a ser fusilado. Vas a morir. Hoy. Sólo queda el arrepentimiento, y el perdón.
Una lágrima rodó por la mejilla del reo, sonrió apenas. Suspiró.
-Hermosas palabras. Por dos motivos.
-¿Cuáles motivos, hijo?
-Primero, porque si hay algo que recuerdo bien es la violación. Sí, Padre, eso lo recuerdo muy bien, demasiado bien, porque me recuerdo a mí mismo, tomándolas, a ellas, tan débiles, tan indefensas, su terror, su pánico, mi rostro en esa mueca horrible reflejado en sus ojos bien abiertos, muy abiertos, mi jadeo, el sudor de mi piel mezcándose con el suyo, mis babas chorreando su rostro, las obsenidades que les decía al oído...
Llanto, sincero llanto.
-...el placer, Padre, el placer maldito de verme a mí mismo ahí, lo recuerdo todo, absolutamente todo, porque soy yo, porque a mí es lo que veo, no puedo olvidarlo. Debo morir, voy a morir, y todo se acabará, por fin.
Se tapó el rostro con las manos, su sollozo inundaba todo el espacio de la sucia habitación, de la sucia, maloliente y tenuemente iluminada habitación.
El anciano hizo el ademán de abrazar su cabeza, pero el joven la levantó de pronto, lo que interrumpió su acción. Estaba serio.
-Lo segundo es que me has perdonado. Probablemente nadie más, jamás, me perdone. Tú lo has hecho.
El viejo no dijo nada.
-No te podré olvidar-continuó-. Y sabes lo que eso significa.
Los ojos del joven reflejaron una luz de origen distante, desconocido, inubicable. El viejo tragó saliva haciendo un ruido gigantezco, que pareció al instante siguiente apenas un ligero murmullo ante la estrepitosa llegada de los soldados.
El reo de un salto se puso de pie. Hubo forecejeo, groserías, un par de golpes antes de que se lo llevaran a la rastra. Volvió el rostro ensangrentado hacia el sacerdote, que en un rincón de la habitación, apartado, simplemente observaba.
-Padre, perdóneme otra vez- gritó el joven-. Usted me entiende.
Lo sacaron de la habitación hacia un largo pasillo casi a oscuras.
El sacerdote se quedó en la celda unos segundos sin atreverse a dar un paso. Luego de un minuto lo intentó, pero se detuvo con el pie en el aire cundo oyó el eco de una frase feroz.
-¡Mátela, Padre! Mate a la maldita mosca, no me la puedo sacar de la cabeza.
Luego otra vez silencio.
Se arrodilló apenas, tembloroso. Rezó. Minutos, horas, días quizás. Sintió que dormía.
Los disparos lo despertaron. Sonido seco que retumbó en sus oídos, dejándole luego un zumbido, que se acercaba y se aleja caprichosamente, como si un insecto intruso se hubiese metido dentro de su cabeza.

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