jueves, 13 de agosto de 2009

Desierto

Estoy de pie, en las alturas, observando el desierto.
Es de noche, pero inusualmente no hace frío, quizás un poco.
La vastedad del vacío me muestra sus curvaturas a lo lejos, y la Cruz del Sur me indica hacia donde debería guiar mis pasos. Hay un sendero, quebradizo, empinado, que me llevaría cada vez más hondo en las negruras espesas de la noche. Un paso a la vez, un tímido y cobarde paso a la vez, un palmo mas adelante, con los ojos cerrados, pero se cuela entre mis párpados la luz de las estrellas, infinitas en el pequeño desierto cósmico. Mi rostro apunta hacia ellas, mis pies, dando pequeños pasos.
Cada pisada deja una huella, levanta polvo que vuela hacia mi olfato. Aridez sempiterna e inacabable. Tierra herida con surcos como zarpazos de calor.
Los ecos terribles del desierto me llaman desde lejos, premonición y un grito perentorio de advertencia: no salgas del sendero.
Abro los ojos, y el vacío aún mayor de las estelas de estrellas fugaces hiere mi ojo. Un paso a la vez, tímido, fuera del sendero.
Y como un castigo profundo, un relámpago parte el cielo en dos, y la tierra a mi derecha se levanta como sacudida por un fuerte golpe, desenfocando cada particula de arena un par de milimetro mas cerca mío, y toda la tierra a mi izquierda se recoge temerosa. Y como un castigo mayor, un trueno deshace la última resistencia de mis tímpanos, y sangran, sangran con sincera sangre, de sinceras heridas, y cada gota forma un lodo rojizo, violáceo.
Otro paso más, y una diminuta nube aparece a lo lejos, heroica como la silente espera de los caídos, y otro paso más, y otra nube, y otro paso más y otra nube, y ya corro agitado por las llanuras polvorientas, despertando a sus imperturbables durmientes, y corro hacia las ruinas de civilizaciones congeladas en un segundo de supremo dolor, ruinas cubiertas por sequías milenarias, que grano a grano cubrieron los restos de antiguas tribulaciones, de antiguas guerras, de antiguas derrotas.
Y corro cada vez más rápido sin detenerme, dejando una estela de nubes en cada tranco. Me persiguen caprichosas, sin intentar alcanzarme.
Y al borde del precipicio me detengo, y miro atrás.
Y las nubes se ciernen sobre el infinito marrón, y las cabezas de todos sus habitantes miran al cielo, buscando infructuosamente su mitad estelar. Nada hay por primera vez, solo un rojo intenso y cercano, amenazante. Y rugen desde profundidades mas antiguas las fieras indomables, celestiales, y como un llanto imprevisto, en un segundo, en un instante, se derrama toda la ira acumulada y vengativa, en todo lo ancho de las inmensidades terrenales. Como un manto de luz, la tierra recibe el velo anacarado, en capaz sucesivas, como una respiración contenida, como el ritmo perenne de la vida, y de la muerte.
Todo el desierto de llena y se ahoga de lágrimas indetenibles, y el repicar de cada gota en el suelo se eleva como una plegaria susurrada, de perdón. Suelo contrito, no puedes llorar lágrimas secas. Suelo contrito, yo te perdoné antes de la noche.
De pie en el precipicio, no queda nada mas que esperar, porque las nubes me dieron una corta tregua para que compusiera un canto de despedida, una canción final. Y las aguas unifican su cólera retenida y forman un veloz curso, y todas vienen hacia mí, inquietas, buscándome. Ciegas, aquí estoy esperándolas, aquí, al borde del precipicio, sin una pizca de temor, sin una tenue duda. Aquí descubriremos juntos la profundidad de nuestra tumba. Y las aguas tocan mis pies, y mis rodillas, y luego me abrazan como si no hubiese nada más para abrazar en el mundo, y el agua es cálida, y dulce y en un golpe imprevisto me besa dejandome completamente sumergido en su maternal caricia, y me arrastra sin que ofrezca resistencia y caemos, susurrándonos al oído, nada.
Despierto al amanecer, mientras se deslizan los ultimos arroyos entre mis dedos. El sol en un segundo vuelte todo a su aridez. En un segundo un nube emerge del suelo. Todo se agrieta y se resquebraja.
Estoy al fondo del abismo, y todo vuelve a ser como ayer. Vacío.
No me conformo, arriba sobre los peñascos, hay un sendero que me lleva hacia la Cruz del Sur. Debo seguirlo. Un paso a la vez, subiendo. Un paso a la vez, tímido y cobarde.
Oculto arriba, mi sendero, oculto arriba, tu desierto. Debo subir, un paso a la vez.
Cuando llego no hay sendero. Cuando llego, no hay desierto.
Una brisa fría inunda mi aliento. Como un espasmo todos los brotes me saludan. Un manto de flores oculta el sendero, y en cada minúscula agonía de belleza se ocultan todos los colores del mundo, y en cada pétalo temeroso la luz se convierte en una hermosura hiriente, y en cada célula de vida explota una melodía sutil, al unísono con el sol.
Las ruinas, limpias, las venero, y dejo mi sangre sobre ellas, pobre sacrificio, no hay nadie más.
Las extensiones infinitas de tu sublime perfección son más bellas, al mediodía, cuando no hay sombras.
¿Es esto mio?
¿Hay algo aquí que me pertenezca?
No, quizás debajo siga el sendero, nada más.
Pero es mío el extasis de haber presenciado como tu rostro se lavaba del tiempo, como una noche de lluvia inundaba cada uno de tus recovecos, y como cada semilla olvidada renace un día después. Eso es mío, y de nadie más.
Pronto se ocultará el tirano, y siendo las nubes mis cómplices, mis testigos, mi memoria, mi fuerza, y mi última melodía, construiré un sendero hacia la infinitud del cielo. Lucharé con el sol hasta hacerlo volver, nunca más el frío marchitará siquiera uno de tus pétalos. Y cuando el astro en su porfía quiera secar otra vez tu piel reluciente de vida, lo obligaré a detener sus rayos de ira, o escudaré tu belleza, que es en el fondo, la mía, con un manto de aguas, otra vez, una y otra vez, hasta que ya no me queden lágrimas.

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