domingo, 6 de septiembre de 2009

Feligreses

Eran un culto extraño.
Alguien los mencionó como una leyenda urbana, una secta de costumbres inquietantes, incluso escuche que alguien conocía a alguien que conocía a su vez a alguien que era parte del misterioso culto.
Escenas lascivas, excesos, eso dibujó mi mente al oír cada relato, y mi febril curiosidad se exhalto prefigurándome envuelto en tan encantadoras historias.
Por muchos años busqué, y nada. No existía tal secta, no había un grupo de personas a la cual pertenecer, porque eso era lo que buscaba, según recuerdo, pertenecer, y no a alguien como el común de las personas hace, sino a muchos, o a varios, quizás a dos, pero no a uno.
La búsqueda infructuosa me dio temple, debo admitirlo, y envejecí sabiamente, aceptar mi solitaria eistencia, mis solitarios afanes, mis pecados secretos, eso fue suficiente.
Pero una noche inesperadameneta apareció ella, la suma sacerdotisa de aquel culto que, se suponía, no debía existir.
Como un halo de culpa me llegó su perfume, supe inmediatamente quien era, sin cruzar palabra alguna. Juré en silencio una fidelidad más allá de la muerte, sin dudarlo un segundo.
Esperé pacientemente, aunque por momentos sentí que moriría de ansiedad, y el cuerpo no compartía la repentina adolescencia de mi espíritu. Pero soporté.
Ahora no sé que sentir después de visitar el templo.
Había mucha gente, es cierto, pero eso no me desanimó. Todos parecían tan enfervorizados como yo, lo que tampoco me desanimó.
Sin embargo, todos los rituales, todo aquello que yo ansiaba desde mi niñez no era tal. Es cierto, el culto era extraño, pero no de la rareza que yo poseo, tiene su propia y elegante forma de marginalidad, pero no la mía.
Asistí a curiosos actos de expiación que nunca imaginé. Un tipo agobiado por su soberbia confesaba sus errores frente a un grupo de gente. Una anciana recitaba versos malditos tratando de curarse de su persistente inutilidad. Otras personas, un grupo de cinco o seis se miraban uno al otro mencionandose los defectos de sus rostros, mientras lloraban amargamente. Pecado de vanidad, me imagino. Habían dos hombres armados con los ojos cerrados, apuntandose con sus armas mutuamente, eso no lo comprendí.
Cuando lo consideraba pertinente, según mi parecer, ella me relataba cada escena, y yo suspiraba, medio molesto, medio frustrado. Pero aún así seguía fiel, pues no hay entrega más pura que la que no tiene sentido alguno, y mientras perdía la razón de mi amor hacia aquella diosa que por suerte sí existía, más fuerte se volvía.
Pero todo cambió hasta que llegué al altar, ahí había un reducido grupo de personas, unas cuatro o cinco, siendo torturadas sin misericordia por decenas de verdugos enamascarados. Fuego, afilada hojas, innombrables artefactos, ojos vendados, sangre por todos los orificios. Nada me afectó hasta que pregunté cual era el pecado tan grande que ellos debían expiar.
Son inocentes, me dijo ella.
Son santos, dije casi sin pensar.
Pecadores, me respondió, no hay peor pecado que la inocencia.
Ya no sé que creer.

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