viernes, 11 de diciembre de 2009

Inerte

He dejado que una enfermedad sínica se vaya comiendo cada una de mis células, pero la mil veces maldita no me da el golpe de gracia.
Dando vueltas en círculos concéntricos, hartándome de polución, lavándome la cara con jugos gástricos, los días son imposibles y las noches duran más de diesiseis horas. Y vamos hundiendo la cara entre las sábanas avinagradas, que la hipocresía es signo de buen vivir, mientras nos envenenamos, oro en la mano, oro en la garganta. Es el bendito jarabe, remedio y cura, placebo inconsistente, incoherente, un poco de música, parco consuelo, un par de palabras de buena educación, que la alegría es mejor que cien píldoras.
La risa es como la etiqueta de un mal vino.
Hay ropa sucia mezclada con blancos hábitos, el agua sabe a orines, el tiempo se clava a la mitad de una semana, y mi cabeza es un espejo, a oscuras, mostrando siluetas, y una sonrisa blanca, brillante, burlándose de mis uñas negras.
Al final toda imagen es más debil que cualquier palabra. Los bufones tenían razón. No importa, si tengo hambre masticaré mis dedos.
Amargo epílogo que no acaba nunca, no estoy aferrado a una sobrevivencia estéril, no hay retorno sin viaje y ni un millón de frases me quitará lo último que retengo.
Lo que retengo. No lo recuerdo.

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